Orar el "Cada
día"
Autor: Karl Rahner
¡Ora el «cada día»!
Hay
todavía un ideal más alto al que consagrar la oración de cada día.
Feliz ya aquél que en el cada día
ora, y ora de tiempo en tiempo.
De seguro, no será el suyo un cada día
del todo cotidiano,
insulso y banal. Y cierto, debemos expresamente orar sin desfallecer en el
cada día.
Pero el fallo del hombre espiritual en
la cotidianidad de su vida no está ya por eso solo superado. Porque aun
orando a menudo cada día, parece que ese mismo
cada día se queda
siendo siempre el mismo que era, cotidiano y banal. Es interrumpido, para
nuestro bien, muchas veces; pero no es transformado en sí mismo. Nuestra
alma parece que continúa siendo una ancha calzada por la que rueda sin
cesar todo el tráfago de este mundo, con sus infinitas pequeñeces, con
su palabrería, sus gesticulaciones, su curiosidad y sus vacías
intrascendencias. Sigue siendo el mercado público donde se dan cita desde
los cuatro puntos cardinales todos los traficantes que vienen a vender allí
la pobre mercancía de este mundo; donde nosotros mismos, los hombres y el
mundo, en eterno entontecedor barullo, sacamos a plaza sus naderías.
Nuestra alma en ese cada día
se asemeja a una gigantesca red
barredera que recoge todo y de todas las direcciones sin selección, día
a día, hasta que se llena hasta los bordes con el
cada día banal.
Y así marcha a lo largo de toda una existencia, cotidiana, banal,
hasta..., sí, hasta que en aquella hora que llamamos nuestra muerte, toda
la baratijería que fue nuestra vida es en un momento barrida hacia fuera.
Y ¿qué será entonces de
nosotros, que no fuimos a lo largo de toda una vida sino insulsa
cotidianidad, loco afán y desierto poblado de palabrería, gesticulación
y cuidados inútiles? ¿Qué dará de sí nuestra vida cuando la
abrumadora losa de la muerte exprima implacable el verdadero contenido de
nuestra vida huera, de los muchos días y muchos años que quedaron vacíos?
¿Quedará entonces algo más que aquellos contados momentos, en que la
gracia del amor o de la oración reverencial ante Dios se introdujo tímidamente
en un rincón de nuestra vida atiborrada del tráfago del
cada
día?
Pero ¿y cómo podremos sustraernos a
la miseria de este cada día?
¿Cómo arreglarnos dentro de esta
cotidianidad, para anclar en el solo necesario que es Dios? ¿Cómo podrá
el mismo cada día transformarse en un canto de alabanza a Dios; más
aún: hacerse él mismo oración?
Una cosa es por de pronto evidente. No
podemos ocuparnos ininterrumpidamente en prácticas de oración explícita.
No podemos tampoco eludir el cada día;
hemos de llevarlo con
nosotros mismos dondequiera que vayamos, porque nuestro
cada día somos
nosotros mismos, nuestro cotidiano
corazón, nuestro torpe y flojo
espíritu, nuestro amor mezquino, que aun lo grande lo torna pequeño y
ordinario.
Y por ello el camino debe ir
justamente a través de ese mismo cada día,
de su miseria y de su
deber. Por ello debe ser superado el cada día,
no por la fuga,
sino por la firmeza en arrostrarlo, mediante una transformación del
mismo. En el propio mundo en que existimos se ha de buscar y hallar a
Dios. El cada día debe transfigurarse él mismo en
día de
Dios; la salida del alma al mundo exterior de las cosas debe
convertirse en un conato de retorno a Dios. En una palabra: el mismo
cada
día debe entrar en la oración, debe ser orado.
Pero ¿cómo podrá ser esto? ¿Cómo
se hará oración el mismo cada día?
Respondemos: Por la abnegación
y el amor. Si queremos de gana ser discípulos juiciosos en la escuela de
la perfección cristiana y del hombre interior, no escogeremos, en verdad,
un maestro mejor que este
cada
día.
Las pesadas horas iguales. La monotonía
del deber. El trabajo diario que todo el mundo acepta como la cosa más
natural. El continuado y rudo esfuerzo que a nadie se le ocurre
agradecernos. El desgaste y sacrificios de la edad. Las decepciones y los
fracasos. Las tergiversaciones e incomprensiones. Los deseos incumplidos.
Las pequeñas humillaciones. La inevitable susceptibilidad quisquillosa de
los viejos para con los jóvenes, y la no menos inevitable dureza de corazón
de los jóvenes para con los viejos. Las pequeñas dolencias del cuerpo.
Las inclemencias del tiempo. Los roces de una vida común... Estas y mil y
mil otras cosas más que llenan el cada día,
¿cómo hacen, cómo
harían al hombre sosegado y desinteresado, si entrara él de gana en esta
humana y divina pedagogía? ¿Si
supiera decir «Sí», en vez de
ponerlo todo en defenderse? ¡Si supiera tomar sobre sí las incidencias
de este cada día, sin palabras de protesta, sin hacer ruido ni
llamar la atención, como algo natural que le pertenece!
Y si el hombre llega efectivamente a
enfrenar su egoísmo por medio de este cada día,
lentamente, poco
a poco, pero indefectiblemente (es extrañamente certera esta pedagogía
cotidiana
de Dios), se despertaría por sí mismo en el corazón el amor a Dios,
un sosegado y casto amor. Porque ¿qué es lo que impide al hombre el amor
de Dios? Sólo él, él mismo, es el que se interpone en el camino y en la
luz. Pero en el cada día
puede el hombre morir cada día a sí
mismo, sin ruido, sin visajes, sin voceo.
Nadie lo advierte. Ni siquiera él
mismo. Pero, con seguridad, a vuelta de esta estrategia del
cada día, va
cayendo a golpes el muro que el yo levantó angustiosamente para su
defensa. Y cuando este yo no levanta ya nuevos muros, sino que dice «Sí»
al quedar descubierto e indefenso, advierte de pronto, alegremente
sorprendido, que no le son ya necesarios aquellos muros defensivos; que no
es infeliz (contra lo que antes pensaba) cuando la vida le arrebata esto o
aquello antes indispensable; que no está todo perdido cuando tal o cual
éxito se evapora, cuando tal o cual proyecto entrañablemente acariciado
se viene a pique. Cuando aprende el hombre, en esta escuela del
cada día,
que se es rico dando, lleno con la renuncia, alegre en el sacrificio,
amado amando, entonces se siente de veras desinteresado, y, por tanto,
libre. Y si libre, capaz del grande y dilatado amor del grande e infinito
Dios.
Todo está en saber afrontar el
cada
día. Puede hacernos cotidianos y vulgares; pero puede también, mejor
que ninguna otra cosa, hacernos libres de nosotros mismos. Y si llegamos a
alcanzar esta plena libertad y desinterés, el amor que naturalmente brota
del seno de todas las cosas, pasando por el corazón de esas mismas cosas
y rebotando en nosotros, se sublimará hasta las inmensidades de Dios en
anhelo santo, y llevará consigo, como despojos de triunfo, todas las
cosas renunciadas del cada día,
en un canto de alabanza a la
divina gloria.
Así, la cruz del
cada día, la
única en que podemos dar muerte a nuestro egoísmo, que tiene que ser
crucificado calladamente, sin ruido, si ha de morir, se convertirá en
aurora de nuestro amor, porque éste surge espontánea y necesariamente de
la tumba de nuestro propio yo. Y cuando todo en el
cada día llega
a ser este morir, todo en el cada día
se convierte en aurora del
amor.
Entonces el
cada día se hace
todo él aliento del amor, aliento del deseo, de la fidelidad, de la fe,
de la prontitud, de la entrega a Dios; se hace, en realidad, el
cada día
mismo una oración sin palabras.
Sigue siendo como era, arduo, sin
relieve, cotidiano, inadvertido. Y debe continuar así. Sólo así sirve
al amor de Dios, porque sólo así nos coge a nosotros por entero.
Pero si en este
cada día nos
deshacemos de nosotros mismos de nuestros anhelos, de nuestra propia
afirmación, de nuestro propio sentir, de nuestro encastillarnos en el
propio querer y parecer; es decir, si en la amargura no andamos amargos,
en la ordinariez no ordinarios, en la cotidianidad no vulgares y
cotidianos, en la decepción no desilusionados; si el
cada día educa
nuestro espíritu en la paciencia, en la paz y la comprensión, en la
longanimidad y mansedumbre, en el perdón y la tolerancia, en la fidelidad
desinteresada; entonces el cada día
no es ya cada día,
es
oración. Entonces toda la múltiple variedad del vivir cotidiano se
orienta hacia la unidad en el amor de Dios; toda la dispersión halla su
centro de convergencia en Dios; toda la exterioridad se interioriza en
Dios. Toda la salida al mundo, al cada día,
se hace así retorno a
la unidad de Dios, que es la vida eterna.
Ora el
cada día. Pide este
sublime arte de la vida del cristiano, que es tan difícil, porque es tan
sencillo.
Orar cada día. Orar el cada día.
Si nuestro
cada
día es un cada día
acompañado de la oración, y él mismo es
orado, entonces estos pobres y transitorios días de nuestra vida, los días
de la rutina y del hastío, los días que son siempre igual de
indiferentes y trabajosos, desembocarán en el día único de Dios, en el
gran día que no conoce atardecer. Hacia este día habremos de dirigir las
diarias plegarias de nuestra vida, tal como lo hemos aprendido hechos de
nuevo niños, y tal como lo hemos practicado.
Y así podrá decirse de nosotros:
"Confío en que quien ha comenzado en vosotros tan alta obra, la
excelsa obra del orar cotidiano, la llevará a santo término, hasta el día
de Jesucristo" (Flp., 1, 6).